Mario Sanoja Obediente -Iraida Vargas-Arenas: Profesores de la Escuela Venezolana de Planificación, escritores e investigadores de alto nivel.
Por las razones anteriores, para los gobiernos de la IV república, así como las
compañías petroleras y el gobierno estadounidense, la necesidad imperiosa de
mantener el control del imaginario de la población venezolana constituyó
un asunto de vida o muerte pues sirvió para garantizarles la gobernanza
de toda la población, ya que el país representaba y sigue representando para el
bloque corporativo político-financiero-industrial-militar que domina a dicha sociedad, la reserva estratégica cuya
posesión les permitiría prolongar su hegemonía mundial durante el siglo XXI.
Como
señaló el distinguido antropólogo venezolano Rodolfo Quintero (1972: 44 y
siguientes), el modelo cultural establecido en Venezuela como consecuencia del
dominio hegemónico de la producción petrolera por parte de las transnacionales
estadounidenses y europeas a partir de la década 1920-1930, era una cultura de
conquista que tenía como meta adecuar la población venezolana conquistada a la condición de
productora tan solo de materias primas y consumidora de mercancías importadas,
dispuesta a ceder frente a la penetración de las ideas y las decisiones
impuestas desde el centro de poder localizado en Washington D.C. El proyecto
cultural estuvo orientado hacia la modificación de las mentes, de los gustos, de las conductas y de los valores
que habían operado en la población venezolana desde la colonia 5 siglos antes,
por lo que las industrias culturales transnacionales construyeron una nueva
versión de pueblo, la cual “mientras
evocaba su origen rural para distanciarse de él, daba lugar al paso de una cultura popular
determinada por los valores de la burguesía criolla que suponían una expresión
mestiza de los estadounidenses..” (Vargas Arenas 2010:117).
Como
parte de la cultura del petróleo, el Estado nacional burgués venezolano
funcionó hasta 1998 como un medio de alienación de la conciencia de los
venezolanos y venezolanas a favor del bloque empresarial petrolero transnacional.
Hacia
la década de los años sesenta del siglo pasado, los trabajadores y
trabajadoras y la clase popular que laboraban
en los pocos talleres artesanales o en las modestas empresas manufactureras que
existían, lo hacían como dependientes en los negocios de venta de mercancías, o
en las oficinas de gobierno. Esa clase popular se amontona en enclaves urbanos de pobreza
donde predominaban los negros (as), los mulatos(as), los zambos (as) y los
indios (as).
Como
sub-producto del analfabetismo y el bajo o nulo grado de educación formal, las
clases populares tenían, en general, una baja conciencia de clase que sumergía
y aislaba a las personas en la
soledad, el individualismo y la
desesperanza.
La
gran burguesía venezolana, que se consideraba heredera histórica de la antigua
élite colonial, se plegó por el contrario a la cultura del petróleo para servir
como correa de transmisión entre el enclave petrolero y el gobierno nacional.
Ambas clases, la pequeña burguesía y los pobres formaban suertes de dos
poblaciones diferentes que se temían y se odiaban, y todavía lo hacen.
Campamentos
Petroleros: justificación de la desigualdad social.
Un
rasgo definidor de la cultura del petróleo era la política de construir
enclaves de población directamente ligados al negocio petrolero fuera de los
centros urbanos y con una estructura administrativa y espacial discriminada
étnica, económica y administrativamente. El campo petrolero era un microcosmos que tenía como función asegurar el éxito de
la acción colectiva de sus miembros bajo la autoridad de la empresa,
conservando y profundizando las diferencias de clase y las relaciones de
subordinación entre los explotados.
Los
trabajadores (as) vivían en otros
campamentos menos equipados, pero con mejores servicios que los poseídos por el
resto de la población venezolana que estaban vinculados con los arrabales o
barrios periféricos donde dominaba el comercio minorista y los servicios
elementales que servían de área de arraigo a los inmigrantes que llegaban en
busca de empleo desde otras zonas del país. En torno a
este perímetro de la acumulación de
capitales que producía el negocio petrolero, prosperaban los pequeños
propietarios y comerciantes modestos que
terminaban dependiendo también de la empresa, y daban ocupación a los grupos
flotantes de población desempleada que formaban la reserva de mano de obra para
los planes de las compañías, llegando a constituirse en muchos casos en
“ciudades petroleras” como Anaco, El
Tigre, Mene Grande, Cabimas y otras, reserva
que se movía y se sigue moviendo “…en el marco de una subcultura homogénea que
hace reaccionar a los individuos de forma similar ante símbolos iguales…”
(Quintero, 1972: 81).
Los campos petroleros que comienzan a surgir en
Venezuela hacia la década de los años treinta del pasado siglo contaban con
sistemas propios para el abastecimiento
de electricidad, de agua potable, comisariatos o tiendas para la venta de
alimentos y bienes de consumo general, hospitales, servicios de seguridad,
centros de enseñanza primaria y media, entre otros, servicios cuya calidad estaba jerarquizada socialmente.
Los integrantes de la elite gerencial de las compañías
petroleras, fuesen extranjeros o venezolanos, vivían en hermosos y asépticos
conjuntos residenciales privilegiados que contaban con piscinas, canchas de
tenis, canchas de rugby, pistas de atletismo, instalaciones sanitarias como eran
los casos del Hospital de la
Shell y el Hospital Coromoto de Maracaibo. El estilo arquitectónico de las viviendas era una réplica de los conjuntos residenciales que podían
existir en campamentos similares en el Canal de Panamá, en las Antillas
Británicas, en los campos petroleros de Indonesia, en los enclaves coloniales
ingleses en la India
o Suráfrica o en los barrios suburbanos que estaban creciendo alrededor de las
ciudades petroleras o barrios suburbanos de Estados Unidos.
Para
poder garantizar la gobernanza, la meta de la cultura del petróleo era tratar
de convertir a toda Venezuela en un gran campo petrolero, donde la esencia de
lo venezolano se identificase con la idea estadounidense de confort y sus símbolos,
considerando como vital la actividad de comprar y consumir mercancías, donde el
objetivo de las técnicas de mercadeo y publicidad era hacer que la población
consumiera no lo que realmente necesitaba,
sino lo que se le señalaba como necesario, esto es, una sociedad de
consumidores, como pauta la actual ortodoxia neoliberal. Este estilo de vida
consumista fue necesario para promover los niveles de producción y empleo en el
sector manufacturero y comercial del enclave neocolonial, asegurando la exportación
de una cuota estable de mercancías para el enclave petrolero venezolano y una
cuota de ganancias para el sector
comercial con el que se apropiaba del salario de los trabajadores y
trabajadoras y de la población en general, ganancia que volvía a reciclarse en
el sector financiero metropolitano continuando el proceso de explotación
neocolonial (Sanoja 2011:369-372).
La
cultura del petróleo creó una situación de dependencia en la población que la obligaba a vivir con la angustia de estar sujeta a la
coacción de un poder económico externo, ominoso, que gobernaba una vida nacional
enajenada, para lo cual adulteró y prostituyó la identidad nacional de los
venezolanos y venezolanas mediante la implantación de un estilo de vida
conformista que impregnaba las conciencias y las mentes con
el sentido de debilidad e inferioridad que supuestamente caracteriza a los
pueblos neocolonizados (Quintero, 1972:103-114).
En
nuestra opinión, en Venezuela ese proceso se intensificó a partir de la década de
los años 50-60 cuando el imperio
consideró que no solamente debía expoliar
los recursos sino convertir también de manera definitiva a toda la
población venezolana no solo en consumidores –que lo ya lo eran desde los años
30 del siglo XX-- de los productos generados por las transnacionales, sobre
todo las estadounidenses, sino que fueran fundamentalmente sumisos. Esa
sumisión fue lograda por el imperio con la aplicación irrestricta de una
política cultural que le sirvió para generar una imagen de pueblo basada en los
aspectos más banales y triviales de la
cultura popular. La socialización hegemónica de esa imagen sirvió para
estimular el conformismo popular, deterioró la autopercepción que tenía el
pueblo de sí mismo debido a que se
propiciaba tanto una fuerte admiración hacia todo lo extranjero como un
desprecio hacia lo propio. Ello condujo a la internalización dentro de la
población de antivalores que sirvieron de sustento de la idea del american way of life como el único modo
de vida “correcto y deseable”. Acorde con ello, el régimen puntofijista negó la
diversidad cultural nacional, estableciendo la idea de Venezuela como un país homogéneo culturalmente. Ello
ocasionó la legitimación y el fortalecimiento del racismo: desprecio a los
indígenas y a las y los negros. A tal
efecto comenzó a desmantelar todas las organizaciones artísticas populares,
creando el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), organismo
destinado a garantizar que las formas culturales burguesas occidentales se
reconocieran como las únicas válidas, entregando en consecuencia a la
burguesía, a las industrias culturales y
a los medios masivos de comunicación
privados el control hegemónico de los procesos de creación de significados y de
representaciones, bases de cualquier proceso de identificación cultural nacional
(Vargas-Arenas 2010: 115-120).
Los
efectos negativos, profundos y diríamos nefastos de esa política cultural se
han hecho sentir fuertemente desde entonces en la sociedad venezolana. Ya en las
décadas de los años 60-80 tanto Quintero (1968) como Brito Figueroa (1986)
denunciaban la sostenida fuga de cerebros
venezolanos hacia el “paraíso estadounidense”. Por otro lado, las
investigaciones científicas nacionales solo eran un mero reflejo de las
imperiales y ocupan un lugar secundario a nivel mundial en la creación de
conocimientos. Los objetivos de esa investigación están dictados por las transnacionales
y no por las necesidades propias del país. Por ello no es de extrañar que en la
actualidad abunden los ejemplos que atestiguan la fuerte presencia de “vende
patrias”, individuos nacidos y criados en Venezuela pero que se sienten
extranjeros en la que debía ser su patria.
Los
recientes procesos de emigración y el regreso de muchas y muchos venezolanos y
venezolanas en el Plan Regreso a la
Patria , muestran palpablemente la falacia del imaginario
creado en la mente de los venezolanos y
venezolanas por la cultura del petroleo.
Irse del país vendiendo lo poco o mucho que poseían era como trasladar mecánicamente
su imaginado estatus social hacia países con una economía dolarizada, copia del
american way of life. que los recibiría como triunfadores
sociales. Pero la realidad de los países de llegada, con
sociedades empobrecidas sujetas a la explotación de minorías
privilegiadas que no permiten el avance
socio económico de las mayorías subalternas, obligó a l(a)os migrantes
venezolano(a)s a pelearse los puestos de trabajo dejados por los locales que ya
habían emigrado a otros países en busca de su sueño americano. Los venezolanos
tuvieron que disputar con los locales las migajas del ecuatorian, el peruvian,
el brasilean, el chilean y el colombian way of life
que solo podía ofrecerles una supervivencia elemental así como el odio, el
rechazo y la discriminación de sus competidores nacionales. Desinflada la falsa
ilusión, solo les quedaba volver a la realidad de la Venezuela bolivariana
que es, después de todo, una sociedad
justa, democrática, solidaria y participativa protegida por las políticas
sociales del Estado, distinta al american way of life que les ofrecía la cultura capitalista del petroleo donde
dominan el egoísmo y el individualismo.
Como
hemos propuesto en una de nuestras obras (Vargas-Arenas y Sanoja: 2006), para
poder combatir y desmantelar ese imaginario perverso de la cultura del petróleo
y promover la formación de una cultura revolucionaria nacionalista que sirva de
fundamento a la sociedad socialista venezolana, no tenemos hoy día otro camino
sino promulgar políticas culturales de Estado verdaderamente revolucionarias
-distintas a las de la cultura burguesa petrolera- que nos permitan ganar la
mente y el corazón de los ciudadanos y ciudadanas: la cultura verdaderamente
revolucionaria es el componente más estratégico para la construcción del
socialismo (Sanoja, 2012: 183-185).
La
herencia histórica, el patrimonio cultural, los bienes y recursos culturales
son fuentes del consenso colectivo sobre el cual se construye una comunidad
nacional. Como decimos en una de nuestras obras, la meta de un proyecto
cultural de Estado alternativo a la cultura del petróleo, es crear en la
población venezolana los fundamentos de un estado de conciencia reflexiva que
sirva de plataforma para la escogencia de sus alternativas de futuro, que le
permita alcanzar sus objetivos socialistas no de manera individual sino como
colectivo social revolucionario (Vargas-Arenas y Sanoja 2006: 271; 292-293).
En este momento cuando el imperialismo estadounidense ha desatado contra Venezuela una guerra de quinta
generación para destruir los logros de la Revolución Bolivariana
es cuando más que nunca necesario que adoptemos una política cultural
revolucionaria tal como la inició el presidente Chávez a través de sus
enseñanzas culturales semanales en Aló Presidente. De ello depende, “…si se actúa con buena decisión y dirección, que se logre humanizar los
grupos de venezolanos e igualmente a los ciudadanos de otros países que han
sido deshumanizados por el capital extranjero, alejándolos simultáneamente de
sus tradiciones, de su pasado histórico y cultural, haciendo que su medio
social y natural, su lengua, sus costumbres, sus valores morales y sus ideales
sean extraños a esos pobres seres, cuya mente ha sido disociada sicóticamente
por las campañas mediáticas traidoras para que acepten como suyos los del
colonizador extranjero” (Quintero, 1968:112).
Referencias
citadas.
Brito
Figueroa, Federico. 1986. Historia Económica y Social de Venezuela. 4
Vols. Ediciones de la Biblioteca. Universidad Central de Venezuela.
Caracas.
Quintero,
Rodolfo. 1968. La Cultura
del Petróleo. Colección Esquemas. Ediciones de la Facultad de Ciencias
Económicas y Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
Sanoja
Obediente, Mario. 2011. Historia Sociocultural de la Economía Venezolana.
Catorce mil años de recorrido. Banco Central de Venezuela. Caracas.
Sanoja
Obediente, Mario. 2012. Del Capitalismo al Socialismo del siglo XXI.
Perspectiva desde la antropología crítica. Banco Central de Venezuela.
Caracas.
Vargas
Arenas, Iraida. 2010. Resistencia y
Participación. La saga del pueblo venezolano. Monte Ávila Editores
Latinoamericana, C A. Serie Bicentenaria. Caracas.
Vargas-Arenas
Iraida y Mario Sanoja. 2006. Historia,
Identidad y Poder. Editorial Galac. 2da. Edición. Caracas.
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