Venezuela: La cultura del petróleo. Iraida Vargas Arenas - Mario Sanoja Obediente



Mario Sanoja Obediente -Iraida Vargas-Arenas: Profesores de la Escuela Venezolana de Planificación, escritores e investigadores de alto nivel.


Como soporte ideológico  del modo de vida nacional monoproductor petrolero en nuestro país, los medios de la educación tanto formal como informal (particularmente los medios de comunicación radioeléctricos, televisivos e impresos) han contribuido a imponer en el imaginario de  la población el American way of life, como el determinante de los patrones culturales fundamentales de la sociedad venezolana contemporánea (Brito Figueroa, 1986II: 616). Al introducirse la democracia liberal representativa, sobre todo a partir de los años 60 del siglo xx,  los intereses imperiales se ampliaron   y se afianzó el dominio imperial sobre Venezuela. En consecuencia, el Estado le asignó a las empresas de la industria cultural construir una subjetividad y una afectividad colectivas coherentes con su proyecto político económico. En tal sentido,  las formas y pautas culturales tradicionales constituían una traba que impedía el logro de ese objetivo.
Por las razones anteriores, para los gobiernos de la IV república, así como las compañías petroleras y el gobierno estadounidense, la necesidad imperiosa de mantener el control del imaginario de la población venezolana  constituyó  un asunto de vida o muerte pues sirvió para garantizarles la gobernanza de toda la población, ya que el país representaba y sigue representando para el bloque corporativo político-financiero-industrial-militar que domina  a dicha sociedad, la reserva estratégica cuya posesión les permitiría prolongar su hegemonía mundial durante el siglo XXI.
Como señaló el distinguido antropólogo venezolano Rodolfo Quintero (1972: 44 y siguientes), el modelo cultural establecido en Venezuela como consecuencia del dominio hegemónico de la producción petrolera por parte de las transnacionales estadounidenses y europeas a partir de la década 1920-1930, era una cultura de conquista que tenía como meta adecuar la población  venezolana conquistada a la condición de productora tan solo de materias primas y consumidora de mercancías importadas, dispuesta a ceder frente a la penetración de las ideas y las decisiones impuestas desde el centro de poder localizado en Washington D.C. El proyecto cultural estuvo orientado hacia la modificación de las mentes, de  los gustos, de las conductas y de los valores que habían operado en la población venezolana desde la colonia 5 siglos antes, por lo que las industrias culturales transnacionales construyeron una nueva versión de  pueblo, la cual “mientras evocaba su origen rural para distanciarse de él,  daba lugar al paso de una cultura popular determinada por los valores de la burguesía criolla que suponían una expresión mestiza de los estadounidenses..” (Vargas Arenas 2010:117).
Como parte de la cultura del petróleo, el Estado nacional burgués venezolano funcionó hasta 1998 como un medio de alienación de la conciencia de los venezolanos y venezolanas a favor del bloque empresarial petrolero  transnacional.
Hacia la década de los años sesenta del siglo pasado, los trabajadores y trabajadoras  y la clase popular que laboraban en los pocos talleres artesanales o en las modestas empresas manufactureras que existían, lo hacían como dependientes en los negocios de venta de mercancías, o en las oficinas de gobierno. Esa clase popular   se amontona en enclaves urbanos de pobreza donde predominaban los negros (as), los mulatos(as), los zambos (as) y los indios (as).
Como sub-producto del analfabetismo y el bajo o nulo grado de educación formal, las clases populares tenían, en general, una baja conciencia de clase que sumergía y aislaba  a las personas en la soledad,  el individualismo y la desesperanza.
La gran burguesía venezolana, que se consideraba heredera histórica de la antigua élite colonial, se plegó por el contrario a la cultura del petróleo para servir como correa de transmisión entre el enclave petrolero y el gobierno nacional. Ambas clases, la pequeña burguesía y los pobres formaban suertes de dos poblaciones diferentes que se temían y se odiaban, y todavía lo hacen.
Campamentos Petroleros: justificación de la desigualdad social.
Un rasgo definidor de la cultura del petróleo era la política de construir enclaves de población directamente ligados al negocio petrolero fuera de los centros urbanos y con una estructura administrativa y espacial discriminada étnica, económica y administrativamente. El campo petrolero era  un microcosmos  que tenía como función asegurar el éxito de la acción colectiva de sus miembros bajo la autoridad de la empresa, conservando y profundizando las diferencias de clase y las relaciones de subordinación entre los explotados.
Los trabajadores (as) vivían en otros campamentos menos equipados, pero con mejores servicios que los poseídos por el resto de la población venezolana que estaban vinculados con los arrabales o barrios periféricos donde dominaba el comercio minorista y los servicios elementales que servían de área de arraigo a los inmigrantes que llegaban en busca de empleo desde otras zonas del país. En torno a este perímetro de  la acumulación de capitales que producía el negocio petrolero, prosperaban los pequeños propietarios  y comerciantes modestos que terminaban dependiendo también de la empresa, y daban ocupación a los grupos flotantes de población desempleada que formaban la reserva de mano de obra para los planes de las compañías, llegando a constituirse en muchos casos en “ciudades  petroleras” como Anaco, El Tigre, Mene Grande,  Cabimas y otras, reserva que  se movía y se sigue moviendo “…en el marco de una subcultura homogénea que hace reaccionar a los individuos de forma similar ante símbolos iguales…” (Quintero, 1972: 81).
Los campos petroleros que comienzan a surgir en Venezuela hacia la década de los años treinta del pasado siglo contaban con sistemas propios  para el abastecimiento de electricidad, de agua potable, comisariatos o tiendas para la venta de alimentos y bienes de consumo general, hospitales, servicios de seguridad, centros de enseñanza primaria y media, entre otros,  servicios cuya calidad estaba  jerarquizada socialmente.
Los integrantes de la elite gerencial de las compañías petroleras, fuesen extranjeros o venezolanos, vivían en hermosos y asépticos conjuntos residenciales privilegiados que contaban con piscinas, canchas de tenis, canchas de rugby, pistas de atletismo, instalaciones sanitarias como eran los casos del Hospital de la Shell y el Hospital Coromoto de Maracaibo. El  estilo arquitectónico de  las viviendas era una réplica  de los conjuntos residenciales que podían existir en campamentos similares en el Canal de Panamá, en las Antillas Británicas, en los campos petroleros de Indonesia, en los enclaves coloniales ingleses en la India o Suráfrica o en los barrios suburbanos que estaban creciendo alrededor de las ciudades petroleras o barrios suburbanos de Estados Unidos.
Para poder garantizar la gobernanza, la meta de la cultura del petróleo era tratar de convertir a toda Venezuela en un gran campo petrolero, donde la esencia de lo venezolano se identificase con la idea estadounidense de confort y sus símbolos, considerando como vital la actividad de comprar y consumir mercancías, donde el objetivo de las técnicas de mercadeo y publicidad era hacer que la población consumiera no lo que realmente necesitaba,  sino lo que se le señalaba como necesario, esto es, una sociedad de consumidores, como pauta la actual ortodoxia neoliberal. Este estilo de vida consumista fue necesario para promover los niveles de producción y empleo en el sector manufacturero y comercial del enclave neocolonial, asegurando la exportación de una cuota estable de mercancías para el enclave petrolero venezolano y una cuota de ganancias para el  sector comercial con el que se apropiaba del salario de los trabajadores y trabajadoras y de la población en general, ganancia que volvía a reciclarse en el sector financiero metropolitano continuando el proceso de explotación neocolonial (Sanoja 2011:369-372).
La cultura del petróleo creó una situación de dependencia en la población que la obligaba   a vivir con la angustia de estar sujeta a la coacción de un poder económico externo, ominoso, que gobernaba una vida nacional enajenada, para lo cual adulteró y prostituyó la identidad nacional de los venezolanos y venezolanas mediante la implantación de un estilo de vida conformista  que  impregnaba las conciencias y las mentes con el sentido de debilidad e inferioridad que supuestamente caracteriza a los pueblos neocolonizados (Quintero, 1972:103-114).
En nuestra opinión, en Venezuela ese proceso se intensificó a partir de la década de los años 50-60  cuando el imperio consideró que no solamente debía expoliar  los recursos sino convertir también de manera definitiva a toda la población venezolana no solo en consumidores –que lo ya lo eran desde los años 30 del siglo XX-- de los productos generados por las transnacionales, sobre todo las estadounidenses, sino que fueran fundamentalmente sumisos. Esa sumisión fue lograda por el imperio con la aplicación irrestricta de una política cultural que le sirvió para generar una imagen de pueblo basada en los aspectos más banales y triviales de  la cultura popular. La socialización hegemónica de esa imagen sirvió para estimular el conformismo popular,  deterioró la autopercepción que tenía el pueblo de sí mismo debido a  que se propiciaba tanto una fuerte admiración hacia todo lo extranjero como un desprecio hacia lo propio. Ello condujo a la internalización dentro de la población de  antivalores  que sirvieron de sustento de la idea del  american way of life como el único modo de vida “correcto y deseable”. Acorde con ello, el régimen puntofijista negó la diversidad cultural nacional, estableciendo la idea de Venezuela como  un país homogéneo culturalmente. Ello ocasionó la legitimación y el fortalecimiento del racismo: desprecio a los indígenas y a las y los negros.  A tal efecto comenzó a desmantelar todas las organizaciones artísticas populares, creando el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes (INCIBA), organismo destinado a garantizar que las formas culturales burguesas occidentales se reconocieran como las únicas válidas, entregando en consecuencia a la burguesía, a  las industrias culturales y a los medios masivos  de comunicación privados el control hegemónico de los procesos de creación de significados y de representaciones, bases de cualquier proceso de identificación cultural nacional (Vargas-Arenas 2010: 115-120).
Los efectos negativos, profundos y diríamos nefastos de esa política cultural se han hecho sentir fuertemente desde entonces en la sociedad venezolana. Ya en las décadas de los años 60-80 tanto Quintero (1968) como Brito Figueroa (1986) denunciaban la sostenida fuga de cerebros  venezolanos hacia el “paraíso estadounidense”. Por otro lado, las investigaciones científicas nacionales solo eran un mero reflejo de las imperiales y ocupan un lugar secundario a nivel mundial en la creación de conocimientos. Los objetivos de esa investigación están dictados por las transnacionales y no por las necesidades propias del país. Por ello no es de extrañar que en la actualidad abunden los ejemplos que atestiguan la fuerte presencia de “vende patrias”, individuos nacidos y criados en Venezuela pero que se sienten extranjeros en la que debía ser su patria.
Los recientes procesos de emigración y el regreso de muchas y muchos venezolanos y venezolanas en el Plan Regreso a la Patria, muestran palpablemente la falacia del imaginario creado  en la mente de los venezolanos y venezolanas por  la cultura del petroleo. Irse del país vendiendo lo poco o mucho que poseían era como trasladar mecánicamente su imaginado estatus social hacia países con una economía dolarizada, copia del american way of life. que los recibiría como triunfadores sociales. Pero la realidad de los países de llegada,  con  sociedades empobrecidas sujetas a la explotación de minorías privilegiadas  que no permiten el avance socio económico de las mayorías subalternas, obligó a l(a)os migrantes venezolano(a)s a pelearse los puestos de trabajo dejados por los locales que ya habían emigrado a otros países en busca de su sueño americano. Los venezolanos tuvieron que disputar con los locales las migajas del ecuatorian, el peruvian, el brasilean, el chilean y el colombian way of life que solo podía ofrecerles una supervivencia elemental así como el odio, el rechazo y la discriminación de sus competidores nacionales. Desinflada la falsa ilusión, solo les quedaba volver a la realidad de la Venezuela bolivariana que es, después de todo,  una sociedad justa, democrática, solidaria y participativa protegida por las políticas sociales del Estado, distinta al american way of life  que les ofrecía  la cultura capitalista del petroleo donde dominan el egoísmo y el individualismo.
Como hemos propuesto en una de nuestras obras (Vargas-Arenas y Sanoja: 2006), para poder combatir y desmantelar ese imaginario perverso de la cultura del petróleo y promover la formación de una cultura revolucionaria nacionalista que sirva de fundamento a la sociedad socialista venezolana, no tenemos hoy día otro camino sino promulgar políticas culturales de Estado verdaderamente revolucionarias -distintas a las de la cultura burguesa petrolera- que nos permitan ganar la mente y el corazón de los ciudadanos y ciudadanas: la cultura verdaderamente revolucionaria es el componente más estratégico para la construcción del socialismo (Sanoja, 2012: 183-185).
La herencia histórica, el patrimonio cultural, los bienes y recursos culturales son fuentes del consenso colectivo sobre el cual se construye una comunidad nacional. Como decimos en una de nuestras obras, la meta de un proyecto cultural de Estado alternativo a la cultura del petróleo, es crear en la población venezolana los fundamentos de un estado de conciencia reflexiva que sirva de plataforma para la escogencia de sus alternativas de futuro, que le permita alcanzar sus objetivos socialistas no de manera individual sino como colectivo social revolucionario (Vargas-Arenas y Sanoja  2006: 271; 292-293).
En  este momento cuando el  imperialismo estadounidense ha desatado  contra Venezuela una guerra de quinta generación para destruir los logros de la Revolución Bolivariana es cuando más que nunca necesario que adoptemos una política cultural revolucionaria tal como la inició el presidente Chávez a través de sus enseñanzas culturales semanales en Aló Presidente. De ello  depende, “…si se actúa con buena decisión y dirección, que se logre humanizar los grupos de venezolanos e igualmente a los ciudadanos de otros países que han sido deshumanizados por el capital extranjero, alejándolos simultáneamente de sus tradiciones, de su pasado histórico y cultural, haciendo que su medio social y natural, su lengua, sus costumbres, sus valores morales y sus ideales sean extraños a esos pobres seres, cuya mente ha sido disociada sicóticamente por las campañas mediáticas traidoras para que acepten como suyos los del colonizador extranjero” (Quintero, 1968:112).

Referencias citadas.
Brito Figueroa, Federico. 1986. Historia Económica y Social de Venezuela. 4 Vols. Ediciones de la Biblioteca. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
Quintero, Rodolfo. 1968. La Cultura del Petróleo. Colección Esquemas. Ediciones de la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. Universidad Central de Venezuela. Caracas.
Sanoja Obediente, Mario. 2011. Historia Sociocultural de la Economía Venezolana. Catorce mil años de recorrido. Banco Central de Venezuela. Caracas.
Sanoja Obediente, Mario. 2012. Del Capitalismo al Socialismo del siglo XXI. Perspectiva desde la antropología crítica. Banco Central de Venezuela. Caracas.
Vargas Arenas, Iraida.  2010. Resistencia y Participación. La saga del pueblo venezolano. Monte Ávila Editores Latinoamericana, C A. Serie Bicentenaria. Caracas.
Vargas-Arenas Iraida  y Mario Sanoja. 2006. Historia, Identidad y Poder. Editorial Galac. 2da. Edición. Caracas.

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