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Estatua de María Lionza en Caracas |
Oscar Sotillo Meneses. Artista plástico. Presidente de IARTES. Fue viceministero del Ministerio del Poder Popular para la Cultura.
Muchos han querido adjudicar a las estatuas vida propia. Esta idea no es del todo descabellada. Ese hálito no será biológico a la manera que lo es el de un ser viviente, pero es más que evidente que las estatuas gozan de existencia activa, y esto es muy fácil de observar en las dinámicas de la ciudad y de la historia. El bronce frío, la dura piedra llevan una vida intensa y plena de simbolismos. En otros tiempos la madera o el barro y quizá algún otro material que ahora no es común entre nosotros, supieron dar alma a objetos con forma humana la más de las veces, que por artes de sofisticados oficios, conjuros y técnicas con frecuencia tomaron vida propia en el corazón de los pueblos.
Sin ánimo de hacer una exhaustiva lista
traemos a la memoria algunas de las que permanecen en las narrativas sociales.
El Golem, un ser hecho de barro carente
de voluntad que en el getto de Praga
es utilizado para defender al pueblo judío. Los muñecos de la religión Vudú también vienen al caso. El Caballo de Troya, que a todas luces era una
gran pieza, ya no con forma humana sino equina, según cuenta Homero. Un
monstruo de madera ideado como arma bélica, pero que fue con toda seguridad un
portento visual. Para ser considerado caballo debió tener atributos claros e
identificables. La Estatua Sensible de Condillac es un ente imaginario que
lleva en su origen la etiqueta de estatua y que sirve de modelo teórico
filosófico para intentar explicar en el siglo XVII las facultades y las operaciones
del alma humana. Entre las siete maravillas del mundo antiguo no faltan las estatuas:
La de Zeus en Olimpia, el Coloso de Rodas. Acaso pudiéramos incluir los
Jardines Colgantes de Babilonia y el Mausoleo de Helicarnazo, pero vamos a quedarnos
solo con las figurativas humanas. Helios daba la bienvenida a los barcos en el
puerto hasta que un terremoto lo destruyó, mientras que el Zeus de oro y marfil
sentado en su trono fue víctima de las pasiones bélicas y políticas de aquella
época.
Volviendo a nuestros días vale
afirmar que la estatuaria física o imaginaria, religiosa, política, metafísica
o bélica juega un papel significativo en las dinámicas urbanas. Los pueblos
aman sus estatuas, las defienden, las conservan, y también las derriban. Se
arman debates incendiaros alrededor de la remoción o colocación de monumentos.
De Lenin o de Franco, de Saddan Hussein o de Guzmán Blanco, siempre han estado
en el ojo del huracán, en el lente del la cámara y en el centro de las batallas
semióticas en lo profundo de las historias humanas. Vale ensayar una
clasificación según su fecha y lugar de derrumbamiento. Es decir, establecer
una lógica, o al menos intentarlo, de analizar los pormenores de las destrucciones
en algunos tiempos y espacios. ¿Cuál ha sido la más tumbada de la historia? ¿Hay
algún personaje que pueda ostentar el record de tumbadas? Sería un relato de la
escultura realmente interesante, donde obviamente el análisis estético o
técnico quedaría soslayado. En la última oleada de derrumbes en el territorio
de los Estados Unidos el almirante Colón ha tomado un puesto ventajoso entre
los más odiados. La lista contraria, la de las que todavía no existen y que
muchos extrañan sería muy interesante de imaginar. Es una deuda pendiente.
Intentaremos trazar una historia, no
exenta de preferencias personales, donde hay una estatua involucrada. Para bien
y para mal, con justicia o sin ella, con saldos lamentables o sabor de victoria,
estas piezas del ornato público siguen dando de qué hablar. Hemos reducido el
lente sobre elementos figurativos, sobre una anatomía clara donde la forma
humana es notoria. La dinámica de los monumentos abstractos o alegóricos
merecería un relato aparte, acaso con mayor esfuerzo de la imaginación. Corría
el año 1951, se inauguraban los Juego Bolivarianos en la Ciudad Universitaria
de Caracas. Un símbolo de modernidad arquitectónica y entendimiento lúcido de
las obras públicas con un sentido urbanístico coherente. El pebetero que
mantendría vivo el fuego olímpico es una escultura monumental de la diosa María
Lionza hecha por Alejandro Colina. La diosa sostiene en sus manos levantadas
una pelvis femenina mientras cabalga orgullosa sobre una inmensa danta. Recorre
el cuerpo del monumento un mecanismo oculto que ha de llevar el combustible hasta
lo alto para mantener el fuego, símbolo de la magia y la perseverancia. Al pie
de la estatua hay una bomba rudimentaria que por presión de aire impulsa el
combustible. Ya viene el protocolo con periodistas y cámaras. Todo está listo.
Justo en ese momento falla el mecanismo de la bomba. Hay una empacadura de goma
que se ha roto. Alejandro Colina, quien es además responsable del sistema de
bombeo y de que el fuego se encienda, entra en angustia. Lo acompaña su hijo
pequeño quien viste unos zapatos de goma y una braga. Ya viene el equipo se
seguridad que se encarga de que todo salga bien, no sube el combustible y el
fuego debe aparecer. No hay tiempo para grandes arreglos. Colina le pide al
niño que se quite el zapato y con una navaja que siempre lleva en el bolsillo
recorta de la suela la forma justa de la empacadura defectuosa, sustituye la
que se ha roto y la bomba vuelve a funcionar. Cesa su taquicardia, una gota de
sudor frío recorre su cuello justo a tiempo. Colina le agradece a la reina que
acaba de hacer su primer milagro caraqueño.
Hay dos estatuas que han estado
envueltas en polémicas moralistas relacionadas con la desnudez y los prototipos
de la masculinidad. La propuesta de Alejandro Colina de un Bolívar desnudo y
ecuestre en la cima del Waraira Repano y el monumental retrato del Libertador
del escultor español Victorio Macho. La primera levantó la polvareda pacata que
no pudo concebir al padre la patria sin ropajes, apenas envuelto en una túnica.
No coincidía esta propuesta con la iconografía oficial de Bolívar a quien se
espera ver siempre ataviado de General triunfante o de burgués elegante y con
una masculinidad incuestionable. Se pueden contar con los dedos las estatuas
civiles de un Bolívar ciudadano. En la abrumadora mayoría destacan los atuendos
militares. Colina opta por el desnudo. Se prenden las alarmas de la moralidad
burguesa e hipócrita, la misma que pretendió acuñar un Bolívar santurrón y
sacaron de su biografía oficial el vino, las novias, los bailes, los banquetes
y los excesos sensuales de cualquier tipo. Victorio Macho retrató al viril
Bolívar en un gesto que fue considerado afeminado debido al pronunciado escorzo
del cuello. Bolívar ve sobre su hombro izquierdo con mirada de genio en trance
y unos labios carnosos y entreabiertos en un ademán cargado de erotismo. Se
volvieron a prender las alarmas del conservadurismo. Los celosos custodios de
la imagen de Bolívar salieron al ruedo con todo tipo de fraseos y condenas
dando a entender que el gesto de la obra no recogía con justicias las
cualidades masculinas del Libertador. La frase tristemente célebre fue: “Esa
estatua no parece de Macho”. Allí está todavía El genio mirando hacia el
Calvario entre dos torres avejentadas llenas de burocracia. Nos gustaría poder
leer sus pensamientos.
José Gregorio Hernández en Catia, en
el hospital que lleva su nombre, fue víctima de un robo. El maletín de las
medicinas que descansaba junto a sus zapatos fue hurtado. La pieza, obra de
Marisol Escobar fue mutilada. Otro tanto le sucedió a su obra homenaje a Gardel
situada en Caño Amarillo. Un perro que se extasiaba con la voz del Morocho del
abasto fue sustraído. La misma suerte corrió José Antonio Páez, que en su
brioso caballo sabanero blandía una lanza contra el enemigo. La lanza fue
robada dejando al famoso Rey de los Araguatos con el puño en el aire. Este
monumento técnicamente impecable fue esculpido por Andrés Pérez Mujica y
fundido por Eloy Palacios a principios del siglo XX. En el caso de José
Gregorio Hernández no es de dudar que al objeto robado se le haya instalado un
altar en busca de milagros y sanaciones. La lanza y otros elementos de la
estatua de Páez tuvieron como destino alguna fundición de bronce. Sabrá dios el
paradero del perro melómano de Gardel. Ha sido cíclica la dinámica de saqueos y
robos de estatuas y monumentos. Es una lucha contra la intemperie, la desidia y
contra los vaivenes de la política.
La instalación de un monumento
público pasa por decisiones burocráticas, legales y aprobaciones
institucionales de diferentes índoles. Suponemos que las iniciativas populares
son un elemento clave a la hora de considerar una inversión cuantiosa y una
exposición pública de amplio calibre. Pero a pesar de los mecanismos sociales
de decisión, y debido a que la historia da sus giros, no estaría completo este
listado sin el apartado de las estatuas indeseables. Henry Clay, el nefasto
personaje estadounidense amigo de Santander y enemigo de Bolívar y de la
libertad de los pueblos de nuestra América, ostentó una estatua en pleno centro
de Caracas. ¿Bajo qué principio pudo generarse esta infeliz idea? ¿Quiénes
levantaron la mano para aprobar semejante despropósito? La historia no se
detiene y los huracanes tienen su temporada. Hoy en donde estuvo la estatua del
detractor del libertador se levanta un busto del cantautor Alí Primera, quien
denunciara en una de sus canciones la existencia de una plaza dedicada a tan
infausto personaje.
El bronce de Manuel Gual obra de
Giorgio Gori, fue instalado en los años 80 en la avenida Universidad. Es una
estatua pedestre integrada a una estructura de granito que le sirve de marco y
fondo visual. Gual de pie y en gesto de orador viste una levita y extiende su
mano abierta hacia el suelo. Su pie izquierdo se adelanta y reafirma la solidez
de su carácter subversivo. Un nómada urbano viene trotando y lanzando puñetazos
como en un entrenamiento de boxeo. Es la imitación cruda y lamentable de una
película que estaba en cartelera. Todos evitaban al nómada. Los ciudadanos se
apartaban para dejar que las alucinaciones y la soledad se encarnaran en el
famoso boxeador triunfante. El ciudadano tropieza la mirada con la estatua de
Manuel Gual quien extiende su mano en gesto de amistad. El frío bronce
inanimado con su gesto corporal es el único símbolo de afecto y recepción que
recibe este habitante que deambula sin rumbo en los alrededores de la Hoyada. Entiende
que Gual lo saluda y lo felicita, ese gesto de la mano entendida, ese saludo
será el único en muchos años de soledad y abandono. El hombre le hace una reverencia
a Gual. Se lleva los puños cerrados al pecho y se inclina. En la mano de la
estatua reluce el amarillo del bronce, la pátina oscura se ha borrado. En las
noches el metal inanimado saluda a los desorientados, literalmente ampara la
soledad urbana y espanta los demonios del alma.
En el espacio Balzac, cercano a la
Plaza de los Museos estuvo en un tiempo la estatua de este escritor francés. La
obra de Auguste Rodin descansaba bajo las caobas en este rincón solitario de la
capital. El paradero actual de la pieza es desconocido. La familia propietaria
la desapareció por arte de magia. No ha sido la primera ni la última estatua
desaparecida. Pero hay cosas que son invisibles aun cuando están a la vista de
todos. Una noche fría de diciembre algunos focos de luz iluminaban el cuerpo
erecto de Balzac que con un rictus extraño y emocionado se empina quizá
componiendo en su mente una frase brutal. Una bata cubre su cuerpo y esconde su
anatomía regordeta casi por completo. Una melena despeinada corona la cabeza
monumental como de toro. Un joven solitario vendedor ambulante, sobreviviente
de una ciudad hostil se detiene extasiado bajo la sombra pronunciada de la
estatua que produce el foco de luz. Detrás de Balzac, en una amplia pared
blanca hay una frase escrita con letras metálicas. El joven se extasiaba ante
la pieza de bronce y sus ojos escudriñaban el gesto de aquel hombre gordo
cubierto con un camisón. Su mirada buscaba en el aire y en la nada una
respuesta para su alma ambulante. Quizá sus ojos estaban viendo más hacia adentro
que hacia afuera. La frase que cubría las espaldas del escritor, eran para el
vendedor ambulante objetos metálicos incodificables. Puedo leer las letras, las
conozco, decía. Puedo leer las palabras, las he visto antes, pero no entiendo
nada de lo que allí dice. Se llevaba las manos a la cabeza. No entiendo las
palabras juntas, repetía. Sentía que el espacio Balzac no era para él. No
entiendo, repetía una y otra vez.
El 12 de octubre de 2004 caía la
estatua de Colón en el Golfo Triste de Rafael de la Cova. Por muchos años esta
pieza estuvo en las inmediaciones de la Plaza Venezuela, en lo que fue llamado
Paseo Colón. Vale deducir que este paseo que desemboca en la Plaza Venezuela, sugiere
un mapa claro de la construcción identitaria que tenía el grupo que ostentaba
el poder. Ni negros ni indios en las inmediaciones de la Plaza Venezuela. Una
fuente de inmensos chorros de agua sin simbología figurativa que alguna vez el
humor popular llegó a llamar el bidé de doña Alicia es el centro de este
espacio urbano por demás desordenado e incoherente. Han sido arrimadas a las
adyacencias en diferentes tiempos un monumento homenaje a Andrés Bello de el escultor
chileno Nicanor Plaza; una fisicromía igualmente homenaje a Bello de Carlos
Cruz Diez; la obra Pariata 57 de Omar Carreño; el Abra Solar de Alejandro Otero
y últimamente un aro estructural del sistema constructivo de los túneles del
Metro de Caracas. Este último quizá no pueda ser considerado una estatua ni un
monumento, pero su ubicación sugiere alguna intención de homenaje. Algunas
voces han sugerido que se trata de una puerta a otra dimensión. En Caracas todo
es posible. El antiguo paseo Colón hoy lleva el nombre de Paseo de la
Resistencia Indígena.
La entrada a Caracas desde el
occidente ha sido adornada en años recientes por una hermosa mujer de siete
metros de altura obra del escultor Giovanni Gardelliano: Apacuana, una indígena
Guaiquerí que orgullosamente enhiesta, dando la cara al tiempo y ataviada con
un tocado de plumas, lanza y guayuco deja ver sus tetas a los viajeros. Es un
hermoso símbolo de rebeldía, resistencia, feminidad y dignidad histórica. Donde
está ahora Apacuana estuvo un colonial león que sostenía una venera entre sus
garras. No tardó en aparecer el reclamo. Muchos salieron de inmediato a invocar
como símbolo eterno de Caracas al felino, quizá bajo una confusión adjudicable más
al fanatismo beisbolístico que a alguna reivindicación mínimamente
idiosincrática. En su defensa alguien llegó a decir que Apacuana no era
caraqueña, entiendo que el león tampoco lo es. Salta la provocación de hacer
una ruta de tetas públicas: Las dudosas ninfas de los próceres, la alegoría a
Venezuela de la fuente de Ernesto Maragall, La india del monumento a Carabobo
de Eloy Palacios, llamada La India del Paraíso; María Lionza y ahora Apacuana.
Un hermoso camino simbólico de los atributos femeninos diseminados por la
ciudad. Lo cierto es que la rebeldía es un patrimonio intangible de los
venezolanos que en esta oportunidad no ajusta con la valoración patrimonial del
símbolo colonial del león.
Comentario aparte merece el tema del
denudo en la estatuaria pública. Es notoria la diferencia que hay entre el
cuerpo femenino y el masculino. Aquí influyen varios elementos. Cuando el
desnudo femenino está asociado a lo sublime, a una categoría divina o
“artística” pasa como elemento aceptable en la naturaleza y en los códigos
culturales occidentales. La escuela pictórica de la vieja Europa incluyó
desnudos desde hace siglos en iglesias y palacios. Sin embargo es conocido que
el Juicio Final pintado por Miguel Ángel fue enmendado con taparrabos años
después de pintados para no perturbar a los creyentes que asistían a la Capilla
Sixtina. Entre nosotros el desnudo del torso masculino es aceptado en
ocasiones. En la estatuaria griega era total, existiendo hoy día una amplia
muestra de cuerpos en todas las posiciones y que levantan en muchos casos gran
curiosidad por lo diminuto de algunas partes de la anatomía. El cuerpo femenino
desnudo ha sido motivo de reverencias y culto desde la antigüedad. La Venus
prehistóricas, nuestra Venus de Tacarigua y la abundancia de alegorías y
deidades celebran la forma femenina asociada a la fertilidad, a la vida y de
alguna manera a lo sagrado y lo reverencial. El cuerpo masculino ha sido
asociado al héroe, al guerrero o a notorias profesiones u oficios, la ciencia o
el deporta. Cada uno porta sus atributos bajo un código aceptado. Un guerrero
indígena muestra los pectorales, el General Bolívar debe guardar la elegancia.
En el pueblo de Guatire se erigió hace
ya varios años una estatua de un indígena que pretendía ser un homenaje a los
pueblos aguerridos que poblaron la zona y que hicieron resistencia a los
invasores españoles. El resultado no fue el esperado. La obra de dudosa calidad
técnica (por decirlo de la mejor manera) creó de inmediato un malestar visual e
histórico en el pueblo. Los calificativos se hicieron numerosos, se echó mano
del ingenio popular para describir desde los ángulos más corrosivos el adefesio
que reinaba justo en el centro de la plaza. Se planificaron sabotajes,
derrumbes, actos osados que restablecieran y dignificaran la bravía imagen de
los pueblos originarios. Se acudió a las diligencias legales ante la alcaldía.
El monumento, si así se le puede llamar, era una infeliz caricatura basada en
la ya deformada imagen que un equipo de beisbol del norte ha utilizado como
identidad. El final feliz de esta historia es que años después de ser
instalada, volvió la sindéresis y la obra fue removida a grúa y mandarria. A
nadie se le ocurrió esgrimir la idea de agresión al patrimonio. Nos encontramos
con un caso parecido en Chile donde una pieza de Nicanor Plaza (el mismo autor
del Andrés Bello de la Plaza Venezuela) que ha sido tenido como fiel retrato de
Caupolicán es en realidad el último de los Mohicanos.
Nada más alejado de la realidad que
considerar que las estatuas son objetos inertes, carentes de vida y estáticos,
a su alrededor se tejen leyendas magníficas, amoríos intensos y profundos
simbolismos. Es abundante la documentación de los derrumbes e instalaciones de
estatuas llevados por los avatares históricos de las sociedades. Ningún
capítulo de la gesta humana es totalmente pacífico y las estatuas, cargadas de
vida por obra del espíritu humano han jugado un papel dinámico sin duda alguna.
Pigmalión terminó enamorado de Galatea, una estatua que él mismo había moldeado
con sus manos. Este amor a la propia creación está presente también de manera
colectiva en los pueblos que establecen dinámicas profundamente emocionales y
pasionales con estos objetos. Se dice que Miguel Ángel al ver terminado su
famoso Moisés lo agredió de un mandarriazo pidiéndole que hablara. Con todos
los mitos, leyendas e historias verídicas donde hay una estatua envuelta, se
puede armar una muy particular teoría emocional del ser humano y de los
pueblos. Depositamos fe, amor y esperanza en estos trozos de bronce o piedra en
nuestro afán de exteriorizar las pasiones y los más misteriosos mecanismos de
nuestro espíritu.
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