Erótica de la calle y el transeúnte. Oscar Sotillo


Oscar Sotillo Meneses. Artista plástico. Presidente de IARTES. Fue viceministero del Ministerio del Poder Popular para la Cultura.

En todos los intentos de definición del término paisaje se consideran dos elementos fundamentales: el observador y el observado. Otro punto clave es la acotación consciente del espacio observado. Es necesario definir con precisión lo que se observa. En esta diferenciación se esconde la sugerencia de una escisión entre las dos partes. La vista o el observador, digamos, le pone límites y fronteras más o menos precisas y carga de significados a lo observado. El ojo selecciona, incluye, excluye y categoriza los elementos que observa. Opera sobre el paisaje, en este mecanismo que acá queremos simplificar, una intención política, espiritual y conceptual del observador. No se observa un paisaje sino desde la experiencia humana como plataforma. Pudiéramos decir que lo que se proyecta sobre el paisaje es otro paisaje que está dentro del observador y que da forma y sentido al que es observado. Por arte de la mirada lo interno y lo externo se transforman en un ente dinámico que se construye, se representa y se alimenta de manera recíproca.
Esta relación de dos, que se convierte en uno por arte de la mirada, es fundamentalmente una relación erótica. Hay atracción seducción, cortejo, necesidad de reproducción, penetración, gestación, y conflicto creativo permanente e intenso. La mirada fecunda el paisaje, lo preña y lo reproduce. El paisaje, que no es para nada un ente pasivo, actúa de la misma manera. Este devaneo, observado desde un tercer ente, permite una lectura compleja de la experiencia humana circunscrita a entender la relación con un afuera que es parte y producto del adentro. Las ciencias y los métodos llamados occidentales (para no entrar en detalles) tienen la costumbre, no siempre efectiva, de disecar, de detener el objeto de estudio, de aislarlo y separarlo de su entorno en un afán de entendimiento que la mayoría de las veces deja a un lado los elementos claves que dan vida a lo estudiado: sus relaciones orgánicas con el entorno.
La erotización de la relación observador-observado implica la reproductividad de los elementos del sistema y una excitación de los sentidos. Tanto en el ámbito observado como en el paisaje interno del observador opera un proceso de reproducción. Sucede una polinización, una fecundación en lo emocional y en lo espiritual con su consabida repercusión en el plano material. El paisaje múltiple producto de la fecundación se hace más complejo de analizar debido a la disolución de sus fronteras. Dejan de ser claro los linderos que separan el adentro y el afuera. El ámbito sugerido por los conceptos clásicos se desvanece ante una dinámica amatoria unificadora. Termina el observador siendo observado, y el elemento observado siendo quien observa y fecunda. Este entramado transcurre además en un tiempo que, para ser analizado, exige establecer también unos linderos cronológicos.
Vale establecer diferencias notorias entre el paisaje interno del espíritu humano y sus misterios y el paisaje externo cargado de objetos y relaciones materiales. Para el arte, el paisaje es un género pictórico con límites bastante precisos. Para la ecología es un ámbito pleno de vida, de simbiosis y elementos biológicos. Para la arquitectura el paisaje está pleno de edificaciones, entornos y elementos constructivos. Cada disciplina agrega y ve sus elementos centrales. En los paisajes culturales coexisten elementos físicos con elementos que podríamos calificar de espirituales. Esta categoría de espiritual coloca la discusión en un ángulo de subjetividad e interpretaciones que no tienen ningún consenso. La propia definición de espíritu es múltiple. Muchas son las disciplinas que utilizan este término. Llamaremos aquí espíritu al conjunto de fuerzas sutiles y tempestuosas que operan desde dentro del sujeto y que no pertenecen a ningún ámbito material o físico. Igualmente entendemos que en el paisaje habita un espíritu que ampara las relaciones y las dinámicas que le son propias. En las dinámicas surgidas de la espiritualidad producto de la relación  observador-observado habitan las claves que ayudan a develar los procesos creativos del individuo consustanciado con su entorno como una unidad compleja y que reproduce el universo cultural.
Este universo cultural es un ámbito extenso, extremadamente rico y complejo. Proponemos estudiar un modelo focalizado en las relaciones urbanas contemporáneas: La calle. El espacio de la calle contiene todos los elementos que permiten revisar estas relaciones en profundidad. Este paisaje acotado dentro de un universo infinito, es un ámbito terrenal donde confluyen elementos diversos. Tanto de índole material como inmaterial, los elementos se acomodan en un espacio tiempo determinado. Cada elemento carga con una historia (tiempo) y con características formales (espacio). La calle es el sub paisaje  inmediato en los espacios urbanos donde transcurren las dinámicas propias de la ciudad, donde sucede la seducción y el enamoramiento, donde el polen cultural vuela y se aloja en los nuevos pistilos. La calle es la distancia que existe entre dos intimidades. Es a la vez la suma de todas las intimidades que luchan en plena gesta amatoria y creadora. Sobre la calle se pueden trazar varias coordenadas que nos ayudan a seguir las pistas: Desde el punto de vista espacial hay una línea que va de lo íntimo, doméstico, comunal, urbano. En lo cronológico trazamos claramente una línea de tiempo desde lo patrimonial, emergente, accidental, efímero. Hay una capa lingüística que cubre la ciudad: la toponimia con su carga histórica, cultural, natural y cosmogónica. Tejido de manera consustancial a estos trazados está el arte. Surge, habita, transforma y da sentido poético y vital al habitante. En una práctica de acotamiento y de observador enamorado, ahora vamos a privilegiar el arte en nuestro paisaje. Dentro del paisaje cultural y precisando las dinámicas espirituales que se establecen, el arte ocupa un espacio cambiante en el tiempo y en el espacio. Los mecanismos de valoración y entendimiento que dan forma al contexto de relaciones que podemos llamar arte obedecen y son producto de muchas fuerzas en pugna permanente.
En la escala urbana, el arte tiene características bastante identificables. La estatuaria urbana, el monumentalismo, los híbridos de la arquitectura, el mural, el ornato, el paisajismo, y algunas intenciones estetizantes difusas y no siempre felices. Es clara la impronta cronológica. El siglo XIX casi en su totalidad pobló las ciudades de estatuaria figurativa de héroes civiles, militares, científicos, religiosos, etc. Los paseos alegóricos afrancesados ordenaron algunos espacios de la urbe bajo una idea “civilizadora”. La arquitectura oficial dejó fachadas ricamente decoradas de motivos botánicos y figurativos. Pudiera trazarse un mapa preciso de los estilos y tendencias basado en los grupos que ejercieron el poder político, cada uno dejó una interpretación de la consciencia nacional, del mundo, de los valores, cosmología y mitos fundacionales de la república. La distancia histórica es indulgente con las valoraciones estéticas. Los sistemas constructivos, los materiales y las modas orgánicas a sus tiempos se cargan de nostalgia, de significados falsificados y de relatos que la distancia arranca de sus avatares reales que siempre son crudos y descarnados. Sucede una decantación del espíritu, una transformación paulatina en los hechos perceptuales y en las valoraciones producto d la interpretación, de la aparición de otros referentes y de la consciencia popular de la volatilidad de los marcos referenciales.
Para que exista una jerarquización de nuestro ojo sobre el paisaje, hay un consenso previo de lenguaje y emociones que es una aproximación valorativa de esta mirada sobre el objeto observado. El conjunto de valoraciones son la base de la política con la que el ciudadano establece conductas y toma decisiones dentro de su contexto, dentro de su calle. El poder creador del ciudadano individual y colectivamente sobre el paisaje obedece a una visión política de las relaciones. Dentro del paisaje cultural interno del individuo, la política es el combustible necesario para dinamizar las relaciones creativas. La política es un lenguaje y una herramienta, un prisma a través del cual nos ubicamos nosotros mismo en ese paisaje observado. La  dimensión íntima,  doméstica, comunal y urbana son magnitudes de enfoque para entender el enamoramiento creativo y creador. Solo en una modelación teórica pudieran aislarse algunas conexiones. Sujeto-arte, sujeto-naturaleza, sujeto-arquitectura. En la realidad de la calle estas relaciones están entrelazadas de manera indisoluble.
La relación erótica con el paisaje y con la calle establece una tensión sensual. El fin amatorio se realiza en un tránsito por la cotidianidad que con frecuencia no es percibido como erógeno pero donde participan los sentidos y la seducción con fines de celebrar en paroxismo el placer. Son dos elementos que se atraen o que son sometidos por arte de la seducción a una alteración de los sentidos buscando placer. Este placer forma parte importante de la experiencia humana. El ojo entrenado busca placer para la vista. Un cúmulo de estímulos que dispare la segregación de serotonina y otras sustancias química en el cuerpo. Pero la explicación química es solo una manera científica cuantitativa de abordar un misterio insondable de las maneras que tiene el universo de reproducirse y extenderse en el tiempo. Nuestro ámbito de análisis, la calle, es caótico, efímero, volátil, múltiple. El sujeto observador está fraccionado por esa realidad que lo violenta y que a la vez lo ama. Odia y ama la calle. Es el espacio donde se desarrolla su experiencia material y espiritual. Desde temprano es obligado a experimentar la calle que es un sub ámbito entre lo comunal y lo urbano.  Va a terminar enamorado siempre, siendo uno más de los creadores que dejan en el paisaje parte de su energía vital y la huella cultural y mágica de sus acciones.
El término “calle” goza de una ambigüedad cargada de intención poética y no está carente de una carga despectiva. La frase popular “Una mujer de la calle” además de patriarcal contiene una carga despectiva asociada tanto a la mujer como al espacio urbano de tránsito denominado calle. La frase disminuye moralmente a la fémina, ya que el equivalente masculino no tiene la misma carga moral y cultural. Un hombre de la calle puede ser visto incluso como alguien aventajados en las artes de la supervivencia, avivado, listo, incluso inteligente. La mujer de la calle es un sinónimo de libertina, mujer que no guarda la compostura, que no tiene linderos claros. Aquí la calle se contrapone a lo doméstico y a lo íntimo. La frase “Una mujer de su casa” contiene la acepción moralista positiva. El mapa moral de este fraseo estable un claro contraste de género y de espacialidad, da a cada espacio urbano una connotación clara donde se despliegan las virtudes morales y los roles naturales asignados a cada género. El lugar donde la mujer desarrolla (o debería desarrollar) sus cualidades es el doméstico. El del hombre es la calle. Aún en la actualidad estos esquemas morales, estas caracterizaciones, tienen vigencia. Mujer de la calle es sinónimo de prostituta. Una condena moral clara a ciertas conductas y oficios dentro del plano cristiano burgués. El niño de la calle es un niño desamparado, abandonado, en una situación de grave dificultad material. Es una vergüenza política y social injustificable y clara imagen de la desigualdad y la injusticia. La dicotomía casa-calle vuelve a estar presente. La casa aparece en esta jerarquización moral como el espacio de las virtudes, del cobijo, de la seguridad y de la protección. La familia como célula fundamental de la sociedad está claramente anclada en este fraseo. Mejor dicho, esta frase viene de la concepción clásica burguesa de la familia como célula. Hay una delimitación moral, territorial que incluye un mapa claro de la propiedad, de la economía y deriva en los derechos y deberes que el ciudadano tiene y ejerce en lo colectivo. Este orden político claramente reflejado en el fraseo popular hace explícito el funcionamiento de los poderes y de las hegemonías sobre el individuo, el espacio, el tiempo y sobre el espíritu. Este es el espacio material-espiritual donde ocurren las experiencias eróticas del individuo y el paisaje.
El ágora, la plaza, la calle son los espacios públicos donde se ha ejercido y se ejerce la ciudadanía, se hacen valer las conquistas, los derechos y las libertades que dan forma al grupo social. Sin embargo sobre este espacio público el individuo tiene un poder extremadamente limitado mientras que el poder político y el capital son los que tienen una maquinaria capaz de transformar de manera significativa este espacio. Las transformaciones que allí suceden están guiadas por los claros intereses del Estado organizado y los poderes económicos anclados en sus lugartenientes mediáticos, académicos, tecnológicos, etc. Aunque hemos afirmado que el individuo fecunda y reproduce el paisaje, paradójicamente el paisaje contiene al individuo, es su espacio vital de acción. La desproporción del poder transformador sobre el paisaje genera una tensión política y cultural permanente. El paisaje como escenario de la vitalidad individual y social no es libre. Cada aspecto de su materialidad y su espiritualidad están dominados por poder visibles e invisibles. El paisaje y sus mecanismos materiales y espirituales tienen dueños. Existen leyes creadas por los poderes reales y leyes tácitas heredadas en el tiempo.
El individuo seduce al paisaje en secreto. Su historia de amor ha de ser a escondidas de los poderes, quienes han proscrito los romances fecundadores que no estén bajo su control. Las artes del amor son milenarias. La seducción es una sutil trama que va enredando los sentidos. Llamar la atención, mostrar lo mejor de sí mismo, dejar ofrendas y regalos, acariciar la vista y el gusto, tentar el tacto con la suavidad que corresponde. El oído comienza a estar atento al frágil susurro que se lleva el viento. Los olores florales son convocados por la imaginación y por el mes de mayo. Acaso es aquí donde el término transeúnte adquiere su justa dimensión. Alguien que transita y pasa por un lugar. Una definición escueta a primera vista. Sin embargo ese pasar, ese transitar es la plenitud del habitante. Ir de un lado a otro. ¿Acaso no es esta una de las naturalezas humanas más características? Siempre estamos de paso, es el sentido último de la vida: pasar. Ser un transeúnte es estar vivo, andar, moverse dentro de la madeja espesa de significados y objetos. Este constante pasar que entendemos como principio vital, es la visión espacial del amor. El polen, los propágulos, el semen tiene como principal tarea viajar, ir de un lado a otro con la tarea universal de multiplicar la vida.

La metáfora de los amantes da luces sobre las relaciones del observado y el observado. La vista ejerce de elemento que penetra y escudriña. El paisaje circunscrito por la consciencia del que ve, es desde su pasividad un ente cuyo concepto y naturaleza reside en el observador. El paisaje no es paisaje si no es observado y delimitado. El amor es una energía de atracción más allá de cualquier análisis. Ver esta particularidad es inevitablemente un principio de disección de las relaciones sujeto-espacio. Pero tratándose del amor este principio cobra valor positivo y da pie a interpretaciones cargadas de intención afectiva, emocional, sensual. La acción del sujeto sobre su espacio-tiempo está definida por experiencias sensoriales. El lenguaje y la consciencia se estructuran con base en ellas. Su práctica vital es una constante gesta política colectiva a la vez que una búsqueda y practica de la atracción amatoria.              

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